Nuestro Carisma

Por el carisma[1] propio del Instituto, todos sus miembros deben trabajar, en suma docilidad al Espíritu Santo y dentro de la impronta de María, a fin de enseñorear para Jesucristo todo lo auténticamente humano, aun en las situaciones más difíciles y en las condiciones más adversas; es decir, es la gracia de saber cómo obrar, en concreto, para prolongar a Cristo en las familias, en la educación, en los medios de comunicación, en los hombres de pensamiento y en toda otra legítima manifestación de la vida del hombre. Es el don de hacer que cada hombre sea “como una nueva Encarnación del Verbo”[2], siendo esencialmente misioneros y marianos.

La misión, recibida del fundador, y sancionada por la Iglesia, es llevar a plenitud las consecuencias de la Encarnación del Verbo, que “es el compendio y la raíz de todos los bienes”[3], en especial, al amplio mundo de la cultura, o sea, a la “manifestación del hombre como persona, comunidad, pueblo y nación”[4].

Nuestra Espiritualidad

Nuestra espiritualidad[5] quiere estar anclada en el misterio sacrosanto de la Encarnación, el misterio del Verbo hecho carne en el seno de la Santísima Virgen María, en sus múltiples aspectos. De modo tal que podemos decir que nuestra espiritualidad es la de la Persona del Verbo Encarnado y la de su Madre, para que, en el Espíritu Santo, podamos unirnos al Padre. De la explanación del misterio del Verbo encarnado brotan todos los principios de la vida espiritual de nuestro Instituto, según consta en el Directorio de Espiritualidad. En nuestras vidas y acciones debe primar “el nombre, la doctrina, la vida, las promesas, el reino, el misterio de Jesús de Nazaret Hijo de Dios”[6], de tal manera vividos que no debemos anteponer nada a su amor.

Queremos estar anclados en el misterio sacrosanto de la Encarnación, que es “el misterio primero y fundamental de Jesucristo[7]” y desde allí lanzarnos osadamente a restaurar todas las cosas en Cristo[8]. Queremos ser otra Encarnación del Verbo para encarnarlo en todo lo humano.

Nuestra religión católica “es una doctrina, pero sobre todo es un acontecimiento: el acontecimiento de la Encarnación, Jesús, Hombre-Dios que ha recapitulado en sí el Universo (cf. Ef 1,10)” (San Juan Pablo II).

Del hecho de la Encarnación redentora queremos sacar luz y fuerzas siempre nuevas, ya que Jesucristo es fuente inexhausta de Ser, de Verdad, de Bondad, de Belleza, de Vida, de Amor.

¿Por qué ‘anclados en el misterio de la Encarnación’? Porque «deseamos vivir intensamente las virtudes de la Trascendencia, la Fe, la Esperanza y la Caridad, a fin de ser sal y luz del mundo, sin ser del mundo. Porque queremos vivir intensamente las virtudes del anonadarse: humildad, justicia, sacrificio, pobreza, dolor, obediencia, amor misericordioso… en una palabra tomar la cruz[9]

Hay que estar en el mundo y asumir en Cristo todo lo humano. No asumiendo lo que no es asumible, como es el pecado, el error, la mentira, el mal.

Para ello tomamos, como elementos fundamentales para permear con el Evangelio las culturas, las enseñanzas de la Constitución Pastoral ‘Gaudium et Spes’ del Concilio Vaticano II, las Exhortaciones Apostólicas ‘Evangelii Nuntiandi’ y ‘Catechesi Tradendae’; discursos del Papa San Juan Pablo II, el Documento de Puebla, la Carta Encíclica ‘Slavorum Apostoli’, la Carta Encíclica ‘Redemptoris Missio’, la Exhortación Apostólica postsinodal ‘Pastores dabo vobis’, y todas las futuras directivas, orientaciones, enseñanzas del Magisterio ordinario de la Iglesia que puedan darse en el futuro sobre el fin específico de nuestra pequeña familia religiosa.

Cuarto Voto: Esclavitud Mariana

Esta consagración a María, mediante un cuarto voto, es hecha como “materna esclavitud de amor”, según el modo admirablemente expuesto por San Luis María Grignion de Montfort. Tal esclavitud es llamada por él “esclavitud de voluntad” o “de amor”[10], ya que libre y voluntariamente, sólo movidos por el amor, hacemos ofrenda de todos nuestros bienes y de nosotros mismos a María, y por Ella a Jesucristo. Esto no es sino renovar, más plena y conscientemente, las promesas hechas en el Bautismo, en el cual fuimos revestidos de Cristo[11], y en la profesión religiosa.

Por esta esclavitud de amor, no sólo ofrecemos a Cristo por María nuestro cuerpo, nuestra alma y nuestros bienes exteriores, sino incluso nuestras buenas obras, pasadas, presentes y futuras, con todo su valor satisfactorio y meritorio, a fin de que Ella disponga de todo según su beneplácito[12], seguros de que, por María, Madre del Verbo Encarnado, debemos ir a Él, y que Ella ha de formar “grandes santos”[13]


[1] Constituciones 30, 31, 32.

[2] Santa Isabel de la Trinidad, op. cit., Elevación nº 33.

[3] San Juan Crisóstomo, In Matt. Hom., II, 3.

[4] Juan Pablo II, Discurso a los hombres de la cultura con ocasión del jubileo de la Redención.

[5] Pablo VI, Evangelii nuntiandi, nº 22.

[6] Constituciones, 36-47.

[7] San Juan Pablo II, Angelus, Domingo 6 de septiembre de 1981, 1.

[8] Ef 1,10

[9] Cf. Mt 16,24

[10] Tratado de la Verdadera devoción a María Santísima de San Luis María, NN 70, 72.

[11] Cf. Gal 3,27.

[12] Cf. Tratado de la Verdadera devoción a María Santísima de San Luis María, NN 121-125.

[13] Ibidem, N 47