El pasaje de hoy (Mt 3, 13-17) inicia con una referencia del lugar: Jesús está en Galilea y de ahí parte para llegar al Jordán con Juan para bautizarse. (Mt 3, 13). Hay entonces una precisa intención por parte de Jesús que pone en acto: hacerse bautizar por Juan.
Jesús va a un lugar preciso, al lugar donde se han reunido en aquel tiempo, todos aquellos que se consideran pecadores, deseosos por bautizarse por Juan esperando la salvación.
Una vez que llega, Jesús no proclama que ha llegado finalmente el Mesías y que es Él. Jesús no se presenta como Mesías que viene a derrotar el mal con su fuerza o con sus poderes, sino como un Mesías que se pone a un lado del hombre, que se hace hermano. Jesús hace exactamente lo que hacen los demás, se bautiza, se solidariza con el pueblo pecador. Se presenta delante de los hombres como cubierto de pecados. El amor cancela la distancia entre Dios y el pecador. No tiene miedo de los pecadores, no se aísla de ellos, no teme contaminarse, acepta esta promiscuidad, este mezclarse con nuestra humanidad herida. Se pone en la fila con quienes van con Juan a confesar los pecados, él que no tiene pecado.
Este hecho escandaliza a Juan. El pasaje de hoy de hecho, continúa con una pequeña discusión que surge entre Juan y Jesús. Al Bautista le resulta difícil comprender este extraño inicio de Jesús (Soy yo quien necesita ser bautizado por ti, y tu ¿vienes a mí? – Mt 3-14). Es el mismo comportamiento que desconcertó a Pedro en Cesárea (Mt 16, 22,23) o en el Cenáculo, cuando rechazará inicialmente que le laven los pies (Juan 13, 6.8). El Bautista, Pedro y otros tantos piden a Jesús regresar a una lógica más “normal”: la lógica que indica que quien es más grande y más importante debe recibir mayor honor.
Pero Jesús inaugura un nuevo mundo, un estilo nuevo, una nueva justicia. No es la justicia que separa, que juzga, que clasifica. Por el contrario, es la justicia que une, que derriba barreras, que elimina todo aquello que separa. El primer efecto de este nuevo orden de las cosas es que los cielos se abren: podremos decir que al gesto de Jesús que derriba la distancia que lo separa de los pecadores, corresponde una respuesta por parte del Padre, que abre los cielos, que anula la separación entre Dios y los hombres (He aquí que por él se abrieron los cielos, Mt 3,16)
Así, cumplido este gesto, sucede algo que nos remonta a los inicios de la creación, cuando el mundo en su belleza, salía de las manos del Creador. También aquí como entonces, el Espíritu desciende sobre la tierra y se posa en Jesús el hombre nuevo (y vio al Espíritu descender como una paloma y venir sobre él Mt 3,16)
¿Quién es este hombre nuevo? ¿De qué vive?
El Evangelio nos da dos respuestas
Es aquel que recibe el Espíritu Santo, o bien, aquel que vive de la vida misma de Dios, de su aliento. Aquel que contempla los cielos abiertos, que levanta la mirada, que vive de Dios.
Es aquel que vive con Dios una relación de filiación y de amor: mientras Jesús sale del Jordán se escucha la voz del Padre que indica a Jesús como su hijo amado, en quien pone su complacimiento (Este es mi hijo amado: en el he puesto mis complacencias Mt 3,17). El hombre nuevo entonces, es aquel que recibe la vida como un hijo la recibe del padre, y que vive constantemente de este amor y nada más.
El hombre nuevo es aquel que no apoya la propia vida en honores y poder, sino solo del amor del Padre, que lo saca de las aguas de la muerte para donarle la vida sin fin. Esta es la nueva justicia, el nuevo orden del mundo: el que todos se salven, que todos vivan esta vida y no otra.
Es aquello que Jesús inicia a cumplir con este gesto, en el Jordán, haciéndose bautizar por Juan.
Y es aquello que continuará a hacer en su camino hasta el final en la Cruz, cuando se cumplirá la justicia que hoy fue inaugurada.
+S.B. Mons. Pierbattista Pizzaballa
Patriarca Latino de Jerusalén
8 de enero de 2023